El planteo me pareció, a priori, muy interesante: tres amigos, uno de ellos gasta treinta mil dólares en un cuadro que es completamente blanco (con algunas líneas en otra tonalidad de blanco) y, a partir de la reacción de los otros dos, se espera un resultado interesante. No fue el caso.
Lejos de hallar desarrollos sobre el arte abstracto, el arte contemporáneo en general, las modas aplicadas al arte, el snobismo o el arte como mercancía, el corto guión tan solo contiene unas pocas referencias a la obra en sí, y deviene en un drama ordinario entre tres amigos, repetitivo y con un final algo burdo y previsible.
No es fácil para un libro salir airoso de la comparación con una obra maestra como lo es Cien años de soledad. Y menos aún estando escrita por la actual Nobel de literatura. Pero Un lugar llamado antaño lo logra, y con holgura.
En un despliegue de realismo mágico del bueno, Tokarczuk narra los sucesos que suceden en Antaño, un pueblo rural al sur de Polonia, sus peculiares personajes y su descendencia. La autora otorga un rol central tanto al espacio -a la manera de García Márquez y su Macondo- como al tiempo como factor determinante e inalterable de nuestra existencia. Hay historia, hay religión y hay mucha idiosincracia polaca. Le agrega un componente mágico, y el resultado es fantástico.
4,5 que se redondean en 5.
El nervio óptico explora muy bien el vínculo entre un cuadro y su observador, aborda en forma efectiva las distintas formas en que un cuadro pueden influenciar a las personas, siempre desde una mirada alejada de lo técnico y cercana a la subjetividad.
Todos los cuentos que componen la obra tienen una estructura similar: un cruce entre la historia del autor de una obra determinada y la historia de un observador contemporáneo. Si bien las historias son bien narradas y despiertan un genuino interés en el lector (indispensable tener Google a mano), creo que el nexo entre ambas líneas narrativas en ocasiones no está bien logrado y, a veces, incluso parecen inconexas.
De todas formas, la pluma de Gainza y la originalidad de su enfoque hacen de ésta una lectura que vale la pena.
En Suicidio, Levé desarrolla un profundo planteo existencialista. A través de la evocación de su amigo (o de su propia vida), el narrador (o Levé) contrapone con mucha lucidez y talento un cúmulo cuantioso de subjetividades a un hecho objetivo e incontrastable: la muerte. Tal compleja y única subjetividad -un cúmulo de gustos, temores, ideas, distracciones, anécdotas, experiencias- es acabada, en un segundo, por una muerte elegida y planificada. ¿Qué queda de todo ello?
El hecho de que Levé haya entregado el manuscrito 10 días antes de su propio suicidio agrega color y hace sospechar de que, en definitiva, el “amigo” del narrador es el propio Levé. Sin embargo, la obra no necesita de este agregado para sobresalir.
Hace mucho que no subrayaba tanto un libro.
Hay autores como Cortázar, García Márquez o Zambra de los que leo cualquier cosa que se me cruza por el camino, tan sólo por la belleza de su prosa. Baricco es un exponente mas de este grupo de escritores que pueden estar contando cómo se lavaron los dientes por la mañana, pero la forma en que lo hacen es hermosa y amerita su lectura.
Este es un librito corto y bello, como todo lo que escribe Baricco. Tres historias con personajes muy humanos que se rebelan mucho, poquito o nada, ante la trama que los contiene.
Si usara la función de shelves, iría sin dudas a “lectura de avión”.
Los cuerpos del verano es una distopía argentina, y esto no es un dato menor. Si bien la relativización de la muerte -y su consecuente mercantilización llevada al extremo- parecen tener un alcance global, la historia está claramente ambientada en Argentina, con personajes argentinos y, lo más importante, con una mirada argentina que no se limita al mero uso del castellano “argentino” como lenguaje, sino a un Argentine way de ver las cosas y de actuar en consecuencia.
El planteo es original -publicado antes de la aparición de Black Mirror-, pero más original aún me parecieron las formas y los modos en los que los personajes hacen frente a la realidad que los confronta; las nuevas costumbres y códigos sociales que el nuevo contexto generó en la sociedad toda.
Y, como toda buena distopía, la obra obliga al lector a hipotetizar y a plantearse qué haría él en un contexto como el planteado.
El libro de las ilusiones es un libro sobre los duelos y las distintas formas de sobrellevarlos. En definitiva, la trama es una sucesión de las consecuencias de cómo cada personaje convive y supera (o no) su propio duelo. Los personajes, todos ellos oscuros y con cicatrices provocadas por sus pasados, se relacionan entre sí justamente a través de sus propios duelos, de las formas en que las marcas de sus pasados se manifiestan en su presente.
El mayor valor de la obra es que sumerge al lector en esta trama tan particular, sombría y por momentos delirante. Uno se ve inmerso en este mundo de sujetos oscuros, de dolor y de traumas. Es de esos libros que, al terminar, lo dejan a uno embebido en ese microclima tan particular que el autor logra crear.
Auster no despliega aquí una literatura de alto vuelo y por momentos da la impresión de que se excede en tramos que no aportan a la trama ni tampoco a la construcción de los personajes.
Con todo, el libro atrapa y amerita una lectura.
Primero debo aclarar que tengo predilección por los libros que exploran y juegan con la relación autor-personajes-lector. El libro es exactamente eso. Esa relación constituye su núcleo, su foco: la trama, lo que “pasa”, es accesorio.
El planteo del libro es directo y explícito. Eso quizás choca en un principio. No es sutil ni busca que el lector se vaya enterando de su rol en forma paulatina sino que, desde la primera página, al lector le es advertido lo que vendrá.
A pesar de ello, el desarrollo de la trama es bueno, con pequeñas vueltas de tuerca mediante. Atrapa, se lee de un tirón y destaca por sus notas de humor.
Promediando el final creí que el autor tendría dificultades para dar un cierre a la altura, pero el final sorprende gratamente, y está teñido de ese humor que atraviesa la obra.
Un libro experimental muy recomendable.
El caso es muy interesante y plantea serios desafíos a la psicología y al derecho. Mérito del autor haber advertido estos aspectos que tornan al asesinato de 4 taxistas en Buenos Aires un caso merecedor de una obra literaria.
Sin embargo Busqued parece haberse conformado con poco. Falta literatura, falta crónica, falta contexto. Las entrevistas son muy buenas, la selección de extractos parece haber sido cuidada y selectiva, pero ahí se agota la cuestión.
El paralelismo con El adversario es inevitable. Y creo que allí Carrere despliega muchos más recursos, que bien podrían haber sido aprovechados por Busqued.
Zambra escribe muy, muy bien. Su prosa tiene una cadencia que atrapa, su forma de narrar es bella.
Dicho esto, en Bonsai parece faltar algo. Hay una historia, hay historias dentro de la historia, pero poco parece pasar. Hay también amagues de profundización -sobre hechos o personajes- que siempre derivan en abruptos cortes.
De todos modos, sin dudas volveré a Zambra porque su pluma es muy interesante y debe haber otra obra en que este potencial esté más desarrollado.
Oscuridad, oscuridad y más oscuridad. McEwan se adentra en varios de estos cuentos en la perversión y la anormalidad e intenta desentrañar su intrincado entramado psicológico.
Sorprende la comidad que exhibe el autor para desenvolverse en el formato cuento, sobre todo porque es esta su primera obra publicada y, de allí en más, las novelas fueron la regla en su bibliografía.
Sin dudas habrá más lecturas de McEwan para mí proximamente.
Atrapa desde un principio esta pequeña novela que, personalmente, leí como una obra de teatro. Consistente en un largo diálogo, la historia tiene dos vuelcos que sacuden al lector, aunque la segunda vuelta de tuerca parece algo previsible.
Los que hayan leído Sonata a Kreutzer de Tolstoi encontrarán difícil evitar trazar paralelismos entre ambas obras, aunque Nothomb elige un estilo más directo y llano o, simplemente, más moderno.
Agradable lectura de una sentada.
Una novela (muy) corta que, más que novela, parece una pintura: como los trazos de un pintor, los hechos son narrados y expuestos a la vista del lector, a la espera de su interpretación. Es una obra que sólo se completa con la mirada de quien lee y que se presta a diversas y variadas interpretaciones.
A veces lo que atrae al observador de una pintura es el misterio per se, el entrever que detrás de la imagen percibida hay algo, algo a lo que quizás jamás pueda acceder. Para algún lector, esta obra puede dar lugar a una apreciación similar: se trata de una novela que claramente esconde algo, pero cuyo atractivo está más en el despliegue del misterio que en aquello que se esconde detrás, si es que acaso existe y fue pensado.
Amé a Capote en A sangre fría, pero esta obra simplemente no me llegó. La serie de anécdotas/cuentos con la que abre el libro son intrascendentes.
El relato de una serie de asesinatos en “Ataúdes tallados a mano”, que para muchos es lo mejor del libro, amaga con ser algo realmente bueno y parece luego estancarse sin llegar a redondear un buen final.
La serie final de retratos parece ser lo más rescatable, aunque dejan un poco de sabor a nada. Sólo destaca “Un día de trabajo”, que narra como Capote acompaña a su mucama durante una jornada de trabajo, de casa en casa.
Y la auto-entrevista final resulta interesante únicamente desde el punto de vista de lo que revela el autor sobre sí mismo.
"Por supuesto hay muchas muertes a lo largo de una vida. La mayoría de las personas no se dan cuenta. Creen que se mueren una vez y ya. Pero basta con poner un poco de atención para darse cuenta de que uno va y se muere a cada rato. No es un modo poético de hablar. No estoy diciendo que el alma esto y el alma aquello, sino que un día uno cruza una calle y lo arrolla un carro; otro día se queda dormido en la tina y hasta ahí quedó y otro, rueda por las escaleras de su edificio y se parte la cabeza. La mayoría de las muertes no importan: la película sigue corriendo. Nomás que ahí es cuando todo da un giro, aunque sea imperceptible y los resultados no sean siempre inmediatos"
Los ingrávidos es una historia de la desaparición paulatina, diaria, en cuotas. No todos los días se ven, escritos en papel, ideas o pensamientos que uno alberga sin materializar. Luiselli lo hizo.
Es una novela fragmentaria con distintas voces, con distintos tiempos y espacios, pero que sin embargo fluye, se hace entender. De pluma concisa, Luiselli llega hábilmente al lector en fragmentos que parecen, cada uno de ellos, razonados y pensados hasta el mínimo detalle.
En Medio sol amarillo, Chimamanda Ngozi demuestra ser una novelista con muchísimo oficio. Si bien algo larga, Ngozi estructura su novela a partir de dos líneas invisibles que se van juntando y separando, que se cruzan y corren paralelas, aplicando un timming preciso: el contexto histórico (la guerra civil nigeriana) y las historias personales de los protagonistas.
En una hábil elección, la historia nos es narrada a partir de distintos personajes de diversos orígenes y estratos sociales: un criado (Ugwu), un intelectual (Odenigbo), dos hermanas gemelas de clase alta (Olanna y Kainene) y un extranjero blanco (Richard). Es a partir de esta diversidad de puntos de vista que Ngozi consigue transmitir un panorama muy abarcativo de lo que era la realidad nigeriana antes de la guerra civil y cómo se vio afectada por la guerra civil.
Ngozi abre su obra haciendo familiarizar al lector con estos personajes, sumergiéndolo en sus vidas antes del comienzo de esta cruda guerra. Aprovecha además para exponer y visibilizar la existencia de una clase media, de intelectuales, de vidas “normales” para los parámetros de Occidente, rasgos a menudo ignorados por las miradas occidentales de África.
Una vez que engancha al lector con las historias de estos personajes, entra en juego la historia, la guerra. Y a partir de allí, el libro es arrollador y cuesta soltarlo.
Ngozi no despliega una pluma fina porque no lo necesita: los hechos y su forma de narrarlos no requieren ornamentos, aunque ciertos pasajes de lirismo son bienvenidos.
Es una novela muy trabajada, y eso se nota. 5 estrellas merecidas.
Deliciosa novela cortísima de Aira. La historia de Cecil Taylor es tan sólo un vehículo, un símbolo (que bien podría representar al propio Aira) a través del cual el autor ataca la convención de la autobiografía típica del artista exitoso, que lo exhibe como un ser bendecido con un don que lo catapulta al merecido reconocimiento público.
Aira relata la cruda sucesión de fracasos y humillaciones que Taylor debió afrontar por presentar, una y otra vez, su música de vanguardia rupturista. Taylor, lejos de caer en el desgano o la ira, persiste. Pero el fracaso parece ser aún más persistente.
Y allí se detiene Aira. No nos contará el final feliz, el reconocimiento, el éxito.
Nos dirá, en cambio, que “En realidad el fracaso es infinito, porque es infinitamente divisible, cosa que no sucede con el éxito” .
A veces la evaluación de una obra está muy influenciada por las expectativas con las que uno aborda su lectura y creo que este es uno de esos casos.
Esperaba ver en Desgracia una historia que expusiera las complejidades de la Sudáfrica del post fin del apartheid y me encontré con que el autor eligió una historia que no parece la más apta para vehiculizar dicha exposición.
La historia del protagonista, el profesor universitario David Lurie, bien podría suceder en cualquier otro país. Y la historia de Lucy, su hija, a través de la cual Coetzee parece querer exhibir la realidad social sudafricana de la época parece un tanto irreal. En cierta forma, los prejuicios del protagonista incluso aparecerían como justificados ante el carácter extremo de la trama.
Creo ver en esta obra de Barba una especie de reproducción del estilo ‘garcíamarquezco', especialmente por el protagonismo que tiene la selva, el pueblo y el clima, que son factores que dotan de una impronta muy particular a la historia.
Sin embargo, queda la sensación de que Barba sienta muy bien las bases para un realismo mágico que termina apareciendo en forma muy atenuada. Creo que el desenlace de la historia pedía un poco más de este recurso.
Por último, el recurso de la metáfora se torna algo repetitivo, aún cuando algunas de ellas son merecedoras de subrayado.
Hasta leer las últimas 5 páginas, la calificación iba a ser unas merecidas 4 estrellas. Pero el final.. ¡Qué final! Imposible que ese cierre no valga una estrella adicional.
Bazterrica atrapa desde un principio apelando a un lenguaje llano y a un desarrollo lineal de la trama. Con tintes distópicos, la historia es, en definitiva, un llamado a la reflexión sobre el consumo de carne. A través de la historia de Tejo, personaje principal muy bien construido que trabaja en el mercado de la carne, la autora logra reconstruir la génesis, el desarrollo y los alcances de la denominada “Transición”, es decir, el reemplazo del consumo de carne de origen animal por carne de origen humano.
Como toda (buena) distopía, los hechos narrados parecen tan aterradores y lejanos como potencialmente posibles. Bazterrica lee los valores y códigos del consumo de carne en la actualidad y partiendo de esa base nos lleva a preguntarnos ¿Sería tan difícil como suena que suceda una Transición en el mundo real?
Schweblin se aleja en esta obra de su estilo tan particular, de su prosa enigmática. Jamás hubiera adivinado la autora de no saberlo de antemano. Desarrolla aquí una prosa más liviana, casi bestselleriana.
Dicho esto, creo también que el planteo de Kentukis resulta original y aborda una temática actual de escaso desarrollo en la literatura contemporánea. Si bien corporizada a través de muñecos manejados a distancia, la pregunta que atraviesa la obra -y que apunta al núcleo mismo del funcionamiento y la dinámica de las redes sociales (una de las cuales es esta misma)- es ¿por qué nos gusta ser vistos? ¿qué nos lleva a exponer nuestra vida privada en las redes sociales? ¿qué importancia tiene la mirada del otro -un otro anónimo- en nosotros?. Todas estas preguntas tienen también su lado B: ¿por qué nos gusta mirar, husmear en las vidas ajenas? ¿qué goce encontramos en espiar qué hizo Juancito de su fin de semana?
Las historias se entrelazan, algunas son mejores que otras, pero todas buscan aportar a la respuesta de estas preguntas. Schweblin intenta desentrañar estas nuevas costumbres modernas desde distintos enfoques y rangos etarios y su intento no es infructuoso.
Buenos cuentos, ninguno malo pero tampoco ninguno que deja marca. Destacan el último, Mensajes guardados, con una buena exposición de la superposición del rol de hija de duelo y madre, y Kokkola, que explora las formas particulares que puede llegar a adoptar la relación madre-hijo.
Un aspecto que puede llegar a resultar algo monótono es la pertenencia de todos los personajes de los cuentos a una clase media más o menos acomodada, con presencia de “hippies con OSDE”, un abogado con crisis vocacional o la dueña de un departamento alquilado.
Excelente. Fresán toca puntos neurálgicos de la historia argentina en una aproximación que rebosa originalidad y audacia. Por momentos caricaturezco, por momentos crudo, con interesantes cambios en el punto de vista del narrador, Fresán ilustra a partir de lo grotesco.
Los permanentes cruces entre las diversas historias, amén de ser un divertido guiño al lector, permiten trazar líneas de continuidad que dan aún más solidez al libro y lo acercan mucho a la novela.
Poco que decir de Bestiario, y de Cortázar, sin que suene trillado.
Carta a una señorita en París, Lejana, Ómnibus y Cefalea son cuentos perfectos. Relatos breves para disfrutar oración por oración, con esa prosa tan particular que por momentos parece poesía, con guiños y señales a través de los que Cortázar va llevando al lector de la mano para descubrir, a su ritmo, la trama y su desenlace.
De Casa tomada poco hay para decir que no haya sido dicho, es una hermosa puerta de entrada. El resto de los cuentos, lejos de ser malos, simplemente no son perfectos: Las puertas del cielo, Circe y Bestiario son quizás los más lineales, sin dejar de ser geniales.
5 estrellas que deberían ser 6.
PD: Los ‘creadores' de Sense8 deberían pagar derechos de autor a quien corresponda, porque Lejana plantea lo mismo, sólo que un par de años antes -1951-.