Ratings801
Average rating4
No entendiste a Esther Greenwood, y no pasa nada. Pero no la desprecies por ser más sincera que tú.
He leído La campana de cristal con los ojos de alguien que ha sentido lo que Sylvia Plath escribió, aunque no con las mismas palabras. Conozco la sensación de ver a la tristeza llegar como una niebla, envolverte sin que puedas explicarla. He escuchado las conversaciones del feminismo, he sido testigo del peso de la maternidad forzada, y he mirado a mi madre vivirla. No leí este libro por morbo ni por curiosidad literaria. Lo leí buscando verdad. Y la encontré.
Por eso me duele e indigna ver cómo hay quienes entran a estas páginas buscando “una historia interesante”, y salen diciendo que es aburrida, que no pasa nada, que Esther Greenwood es una exagerada.
¿De verdad?
¿Esperaban fuegos artificiales mientras una mujer intentaba poner en palabras su colapso?
Lo que más me enfurece no es que no les haya gustado. Es que la juzguen por hablar con crudeza de lo que el mundo se ha esforzado tanto en silenciar: la tristeza que no tiene forma, el rechazo a los roles impuestos, el peso de vivir en un cuerpo y un tiempo que no te escuchan. La desesperación sin nombre. El deseo de desaparecer sin hacerlo sonar bonito.
Y muchas veces, quienes más se indignan con este libro son las generaciones mayores.
Personas que crecieron con la idea de que los problemas emocionales eran debilidad, que la maternidad era una obligación sagrada y que las mujeres que cuestionaban su lugar en el mundo estaban “dañadas”. Para ellas, este libro no solo es incómodo: es una amenaza directa a la narrativa que les enseñaron a aceptar como verdad. Pero la incomodidad no es un defecto del libro, sino un reflejo de las paredes que lo rodean. La campana de cristal no ataca, simplemente muestra. Y a veces lo que muestra es todo lo que otros han evitado ver.
La campana de cristal no fue escrita para complacer. Fue escrita para sacar el grito de una garganta que ya no encontraba salida. Y muchos la leyeron buscando exactamente eso: el grito de Sylvia antes de su muerte. Lo que no esperaban es que ese grito fuera humano, sutil, incómodo, demasiado verdadero. Que no viniera envuelto en drama hollywoodense, sino en descripciones suaves, poéticas y precisas del vacío.
Y cuando encontraron esa verdad, algunos se burlaron. Otros se alejaron.
Pero muy pocos se atrevieron a quedarse y mirar de frente.
Yo sí.
Y muchos otros también.
Porque hay quienes no necesitan vivir exactamente lo mismo para saber que esto es real. Y hay quienes, como yo, han sentido cosas tan parecidas que dolería no llamarlas por su nombre.
No entendiste a Esther Greenwood, y no pasa nada.
Pero no la desprecies por ser más sincera que tú.
Solo acepta que hay voces que aún no sabes escuchar, y que no todas las heridas se gritan. Algunas se escriben.
Como esta.